Dulce país. Director: Warwick Thornton. Protagonistas: Hamilton Morris, Bryan Brown, Sam Neill, Thomas M. Wright, Matt Day, Ewen Leslie, Gibson John, Natassia Gorie Furber y Trevon Doolan, entre otros. Guión: Steven McGregor, David Tranter. Bunya Productions / Sweet Country Films. Australia, 2017. Estreno en la Argentina: 16 de agosto de 2018.
Más que un peliculón, un verdadero cachetazo existencial que nos pone frente a las raíces del racismo con el que seguimos conviviendo. Inspirada en una historia real que sucedió en Australia en 1929, este western de Warwick Thornton recupera los códigos ideológicos y narrativos clásicos del género, aquellos que nos llevan a John Ford y a Sam Peckimpah. O sea, una epopeya hecha de sangre, sudor y lágrimas, pero también (y principalmente) una lectura crepuscular sobre las injusticias y las violencias que el hombre, como verdadero lobo del hombre, se viene autoinflingiendo a nivel especie.
El dulce país del título es Australia, pero podría ser cualquier otro. La época histórica es la de los años posteriores a la finalización de la primera Guerra Mundial, pero podría ser cualquier tiempo (contemporáneo o histórico) signado por cualquier conquista de cualquier desierto ocupado por pueblos originarios. Los actores en conflicto son personajes que representan personas (obvio), pero también encarnan instituciones que ponen valores en juego. La Iglesia. La Ley. El Estado. El Pueblo. Las Fuerzas Armadas. De esta mescolanza surgirá una pintura de sensibilidad impresionante. Seca, dura, cruel, impiadosa, salvaje, poética y furiosa. Habitada por todos los grises que caben en un cadáver blanco, un dedo negro que apretó el gatillo y la sociedad que los ha cobijado a ambos.
Más que un peliculón, un verdadero cachetazo existencial que nos pone frente a las raíces del racismo con el que seguimos conviviendo. Inspirada en una historia real que sucedió en Australia en 1929, este western de Warwick Thornton recupera los códigos ideológicos y narrativos clásicos del género, aquellos que nos llevan a John Ford y a Sam Peckimpah. O sea, una epopeya hecha de sangre, sudor y lágrimas, pero también (y principalmente) una lectura crepuscular sobre las injusticias y las violencias que el hombre, como verdadero lobo del hombre, se viene autoinflingiendo a nivel especie.
El dulce país del título es Australia, pero podría ser cualquier otro. La época histórica es la de los años posteriores a la finalización de la primera Guerra Mundial, pero podría ser cualquier tiempo (contemporáneo o histórico) signado por cualquier conquista de cualquier desierto ocupado por pueblos originarios. Los actores en conflicto son personajes que representan personas (obvio), pero también encarnan instituciones que ponen valores en juego. La Iglesia. La Ley. El Estado. El Pueblo. Las Fuerzas Armadas. De esta mescolanza surgirá una pintura de sensibilidad impresionante. Seca, dura, cruel, impiadosa, salvaje, poética y furiosa. Habitada por todos los grises que caben en un cadáver blanco, un dedo negro que apretó el gatillo y la sociedad que los ha cobijado a ambos.
Dulce país (Sweet Country) es varias películas a la vez. Una mirada al comportamiento humano atravesado por el deseo, el miedo, la fe, la necesidad, la solidaridad y sobre todo, el tamaño de los prejuicios a la hora de ejercer unilateralmente el poder. Un estudio antropológico sobre las relaciones existentes entre lo dado naturalmente y lo impuesto por las construcciones culturales. La búsqueda filosófica que acompaña la demanda sociopolítica de Justicia. Todas puntas que confluyen hacia el final del filme, cuando la instancia aventurera queda circunscripta al ámbito tribunalicio en donde lo que se juzga es la naturaleza de qué tipo de Justicia estamos validando. ¿La fuerza de las bestias o el derecho de los hombres? ¿El ojo por ojo o la Ley establecida en una sociedad?
De la postura que gane saldrá la estatura moral y ética del dulce país que podamos, queramos y sepamos construir sobre la plataforma territorial que nos ha regalado la naturaleza. Ese famoso contrato social del que tanto nos gusta hablar.
Fernando Ariel García
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