Conocí a Carlos Sampayo en
Portugal, hará cosa de tres años, cuando coincidimos como invitados en el Salón
del Cómic de Amadora. Ya lo había leído con anterioridad, sobre todo a dúo con
José Muñoz (Alack Sinner, Sudor Sudaca, Europa en llamas) y con Solano López
(Evaristo), en viejas ediciones españolas y los formativos ejemplares de la
primera Fierro. No lo tenía tan claro en ese momento, pero antes que guionista
Sampayo es narrador. Lo suyo es contar historias, de manera rigurosamente
cualitativa, más allá del lenguaje y el formato elegido. Y recién ahora, tanto
tiempo después, empiezo a saldar esa deuda. Por suerte para mí, porque acceder
a la literatura de Sampayo hace bien. Reconforta el alma, fortalece el
espíritu, ilumina el pensamiento crítico.
Carlos Sampayo: “Lee (Morgan)
flotaba sobre los pliegues de la canción, sin paráfrasis, sin repetición ni
cita, por encima de la autocomplacencia, volaba como el artista que era, por
sobre la métrica pero respetándola escrupulosamente, sobrevolaba la afinación
pero no transgrediendo ese límite, hiriendo sólo la sensibilidad de quien se
encontrara por debajo de la línea de expresión”.
En Amadora, entre actividades
estipuladas, compartimos un par de charlas. Hablamos de la crianza de los padres a cargo de sus hijos, de comidas, del
presente político de la Argentina, de las ramblas de Barcelona y los cafés de
Buenos Aires, de historietas, del tiempo, de las cosas de la vida. De jazz, que
viene a ser lo mismo, porque es la síntesis expresiva de todo. Una charla en
particular, codo a codo en los asientos delanteros de un micro, cambió mi
percepción del jazz, que dejó de ser una música de mayor o menor belleza para
pasar a ser una perspectiva desde donde abordar el fenómeno de la existencia.
Carlos Sampayo: “Space is the
Place muestra apropiadamente cómo era la música de la arkestra que Dios me dio
el privilegio de ver con estos ojos y escuchar con estos oídos. Hay que cerrar
los ojos para que las figuras danzantes y provocativas no invadan el cómodo
saloncito pequeñoburgués donde, seguramente, tenemos instalado el equipo o
estamos ojeando una revista pornográfica. Hay que tomarse las manos en posición
de plegaria laica y dejarse ir. A un despropósito sigue una línea de gran
lógica; una deliberada fealdad cacofónica se continúa en una figura armoniosa;
a una pausa innecesaria sucede una cadencia ininterrumpida. Es la música del
antidogma, una invitación al rescate de la armonía personal”.
Sampayo sabe de lo que habla.
Tiene el bagaje de erudición y la capacidad comunicativa de hacer fácil lo
complejo, alimentando la curiosidad de quien lo escucha o lo lee. Tres años
atrás, en Portugal; o hasta hace un minuto (justo hoy, Día Internacional del
Jazz), cuando me desintegraba entre los pliegues de Nuevas aventuras del ladrón
de discos, autónoma secuela de su anterior libro, Memorias de un ladrón de
discos (1999, ¿alguien sabe dónde puedo comprarlo?, por favor), alucinante
recorrido por la historia del jazz, la historia de su vida, la memoria de su
desarrollo como escuchador de música, su relación afectiva y sensorial con los
discos como objetos físicos portadores de emociones, colores, olores,
sensaciones táctiles (que han empezado a perderse con la intangibilidad de pen
drives y descargas), disparadores de recuerdos, deseos, fantasías, anhelos,
ansiedades.
Carlos Sampayo: La música de
Anthony Braxton “infundía una notable incomodidad entre los espectadores, que
terminaban revolviéndose en las butacas. Braxton dejaba estupefactos a los
amigos de la vía directa; para los que en público se mostraban como más
avispados se trataba de un intelectual burgués; para muchos otros su música era
simplemente aburrida. Sólo algunos burgueses verdaderos pudieron advertir,
desde su tranquilo acomodo, calentitos frente a la estufa de leña, la ironía
que rodeaba el mundo de sonidos organizado por Braxton, un artista diferente a
cuantos pudieron escucharse en vivo esos años, una rara avis que hacía de la
mordacidad un vehículo de experimentación. Además, al titular sus composiciones
con fórmulas o esquemas matemáticos, se lo catalogó en el nutrido ítem de los
formalistas reaccionarios”.
Sampayo nos habla del jazz como
caja de resonancia en donde reverberan los años, los afectos, las dudas, los
miedos, las mujeres, los amigos, los mentores que nos inician en cualquier
práctica que necesite una instancia de descubrimiento. Siguiendo el libre fluir
de su consciencia (¿free style literario?), lo seguimos por Madrid, Milán,
Barcelona, Buenos Aires, aquellos años de exilio en que recorrió disquerías, se
refugió en conciertos, hizo (como pudo, como supo) su revolución, peleó contra
dictadores perseguidores, se reconoció en compatriotas perseguidos por la
última dictadura militar, mientras iba armando una (o varias) discotecas, una
(o varias) identidades. A la deriva y a resguardo, dividido e íntegro, partido
en dos (o más) realidades separadas por un océano. De agua, de música, de
tiempo, de juicios.
Carlos Sampayo: “El sueño de
Clifford (Brown) era el de redondear la frase, o quizás el de llegar adonde se
dirigía en el momento en que el ánima impura de la crónica (una forma del
afamado azar) eligió borrarlo del mapa de Estados Unidos y, en consecuencia,
del mapa del jazz. Pum, se acabó: a partir de entonces, y sin quererlo, un
símbolo, una referencia, un deseo no consumado. Clifford construía sus solos en
espiral, desde fuera hacia el centro para después volver al espacio abierto; no
hay modo más hermoso de perfección; cada frase es risa de alegría, alegría de
sentimiento sincero. Un solo momento por solo. Un poema en cada solo”.
Como Sampayo, al hablar desde
el jazz el libro habla de muchas otras cosas. Principalmente, de la
subjetividad inherente a nuestros modos de percepción, a nuestro modo de
percibir la disolución de las formas (musicales, sociales, partidarias)
iniciada en los ’60. De nuestra particular manera de percibir y entender la
amistad, el amor, la sexualidad, la política, el arte, la tristeza, la muerte,
el sentido de pertenencia a algo. La satisfacción (e insatisfacción) de un
hombre en permanente estado de construcción. Que es él, que soy yo. Porque estamos
hechos de maleable memoria. Y la memoria, gracias a Dios (o al Diablo), es
música. Que suena y resuena, hasta el infinito. Como la pasión. Como el jazz.
Fernando Ariel García
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