No me
considero fanático del western, pero reconozco que lo miro con cierto afecto.
Quizá porque mi viejo sí era un fanático; y cada vez que veo o leo algún cowboy
vuelvo a conectarme con esos años de infancia en que oía las hazañas de John
Wayne y algún otro que ahora se me escapa. De todas formas, a mí me gustaba (me
gusta) mucho más el spaghetti western que el western yanqui. Y si me gusta más
el spaghetti no es por Clint Eastwood (que hizo lo suyo) sino por Juan
Dalfiume, que quemó mis retinas al clavarme la mirada glacialmente letal de
Jackaroe, allá por los setentaytantos, desde los D’artagnan que compartíamos
con mi viejo.
El trazo
crudo de Dalfiume se me hace como dibujado a hachazos. Quizá porque la prepotencia gráfica de sus páginas
siempre las separó, a empujones, del resto. Había algo en ellas (¿una fuerza a punto de implotar?) que
me hablaba de un mundo interior de compleja riqueza. Subtextos, sustratos que
me llevaban a caminar los arrabales del mito, de la mano de un sufrimiento
injusto. Los silenciosos negros de Dalfiume gritan la opresión a los cuatro
vientos. Denuncian la explotación, la expoliación sufrida siempre por las
mismas caras, recargadas siempre sobre los mismos hombros, sobre los mismos
hombres. Los vientos que soplan sus onomatopeyas secas nos siguen trayendo los
ecos de aquellos abusos, reproducidos hasta el infinito, silenciados hasta que
el hartazgo dice basta.
Fuera de los
parámetros más industriales que articulaba la Editorial Columba (la de El Tony,
D’artagnan, Fantasía e Intervalo), Dalfiume desarrolló una obra más personal,
explícitamente comprometida con los desposeídos, para las páginas ochentosas de
SuperHumor y Fierro. Nunca alcanzaron la notoriedad de Jackaroe, tal vez por no
desarrollar ningún personaje recurrente; y espero que la recuperación por parte
de La Duendes en este número especial, termine por colocarlas en el lugar de
privilegio que, por propio derecho, deben detentar en la historia de la
historieta argentina.
Siempre (o
casi) se ha dicho que la gauchesca es nuestro equivalente a la potencia
genérica del western. Y nunca tan cierta esa apreciación como cuando leemos,
juntas y de corrido, estas historias de notorios bandidos rurales, anónimos
hacedores de justicia, tangueros trasnochados por el abandono, linyeras y
marginales perseguidos; entre la frontera de la mal llamada civilización y los
arrabales de la ciudad que va escupiendo inmigrantes anarquistas de ideas
libertarias, de la Patagonia del genocidio indígena a la revolución mexicana
incapaz de aceptar el sarcasmo de uno de sus mejores cronistas.
Dalfiume no dibuja. Corta el papel porque su pluma es filosa como el bisturí que hace sangrar nuestra conciencia. Y de esa herida abierta, hace brotar las aguas del desprecio, el amor, el miedo, la suerte, la venganza y el ajusticiamiento. Con humor negro, con filosofía fantacientífica, deja documento gráfico de la violencia. O, mejor dicho, de las violencias, de las distintas máscaras que visten la Vida y la Historia en el momento en que se desvela el triunfo definitorio de su arcaica conspiración: La Muerte que no cesa.
Fernando
Ariel García
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