Película difícil. Perdón, me corrijo, película compleja, que no es
lo mismo. Durante la total extensión de su largo metraje, The Master (2012)
está siempre un paso adelante del espectador. Le esconde cosas, le silencia
otras, lo engaña, juega con sus sentidos de la percepción, lo lleva
permanentemente al límite y uno, la mayor parte de las veces, se ve yendo hasta
allí sin saber muy bien si ha elegido ir hasta allí, si ha sido forzado a ir
hasta allí, o si ha sido manipulado hasta el punto de creer que ha ido hasta
allí por propia voluntad. Mérito del director, Paul Thomas Anderson, que ha
logrado hacer de su material fílmico la más concreta prueba empírica de aquello
que exhibe su obra.
Ambiciosa por donde se la mire, a contrapelo de las corrientes
narrativas en boga donde todo pasa (y pasa rápido), en The Master todo queda,
adhiriéndose a lo que no termina de irse para ir generando nuevas capas de
sentido, nuevas capas de sinsentido. Y está bien que así sea, no? Después de todo,
la película trabaja sobre la capacidad absoluta de la fe cuando la misma viene amasada
con mucho rigor (y sin ningún prurito ético) por un culto religioso que se
asume dueño de la verdad absoluta y revelada. Todo aquí parece remitir a la
Cientología, pero si uno quiere puede leer en su lugar cualquier otro discurso
de las creencias mediadas por instituciones regidas por hombres.
Al hablar del poder de la fe, resulta obvio, The Master habla
también del Poder que detentan estas instituciones que rigen la fe. El poder
simbólico de mover montañas, que es también el poder fáctico de alterar las
estructuras mentales y comunicacionales de sus seguidores, extirpándoles
también la mayor cantidad posible de ceros a la derecha en cash, tarjeta o
cheque. Y la relación de poder que se entabla tanto entre el líder y su adepto,
necesitados uno del otro para corroborar su existencia y afirmar su identidad,
como entre el líder público y el amo entre las sombras, conformando así una
cadena de dominación que se extiende y se expande hasta el infinito.
La mirada de Anderson construye, principalmente, los lazos entre
Freddie Quell (Joaquin Phoenix) y Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), cara
visible del culto (¿o secta?) La Causa, deteniéndose morosamente en los
procedimientos totalitarios de captación y cooptación, la voluptibilidad
acomodadiza de las convicciones tan firmes como cambiantes. Y con la excusa de
esos lazos, nos pasea por un país y por una época: Los EE.UU. inmediatamente
posteriores al final de la Segunda Guerra mundial, campo de batalla ideal para
el abordaje de la construcción de un relato que disfrace el dolor de las
heridas de aquellos que apenas pudieron sobrevivir a la barbarie. De aquellos
que andan necesitando un propósito, de una idea que les brinde cierto grado de
seguridad, que les haga creer que la incertidumbre que cargan es sinónimo de
optimismo, que les garantice que esa certeza a la que se aferran con
desesperación es algo más que el maquillaje de su soledad.
¿O será que alguien quiere que creamos eso?
Fernando Ariel García
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