A esta altura, cuando El Eternauta festeja sus primeros sesenta años de existencia, poco es realmente lo que pueda agregarse a la infinita cantidad de páginas que se han escrito, en diferentes idiomas, para intentar desentrañar los por qué tras el éxito sostenido, el renacer constante, la vitalidad continuamente reverdecida que brota desde esa serie de viñetas realizadas con energía argentina y terminales nerviosas universales.
¿Qué forja un clásico? ¿Qué hace que la humanidad, por diversas razones, vuelva sobre Homero, sobre Shakespeare, sobre Cervantes? ¿Qué misterio desentrañaron esos (y otros) hombres, al traducir sus pulsiones internas en palabras arrojadas al viento y borroneadas sobre el papel? ¿Qué verdad, con estoico esfuerzo al parecer, se empeñan en repetir a los habitantes del siglo IX, del XVI, del XVIII, del XXI? Los griegos, que fundaron las bases de la civilización, sostenían que sólo había dos temas lo suficientemente importantes como para intentar aprender y aprehender a través del arte: La vida y la muerte.
Conceptos universales con valores absolutos, ambos se influyen mutuamente y comprenden en sí mismos todo lo que queda entremedio. Desde ese intersticio, donde lo individual confluye con lo colectivo, lo momentáneo con lo trascendente, el fin con el principio, lo posible con lo probable y lo real con lo imaginario, Homero, Shakespeare y Cervantes se asomaron al pozo del alma humana, metieron sus pies en el barro y redujeron cuestiones eminentemente existenciales en situaciones netamente representables. Hablamos de reducción, por supuesto, en el sentido culinario de la expresión, donde lo que se busca es concentrar los sabores para obtener, al mismo tiempo, esencia y alcance. Una simbología que permita acceder al todo por sus partes. La capacidad de enfrascar un tiempo constante y perpetuo en un lugar determinado.
Tiempo y lugar. Dos de los vectores que dan entidad a la ficción narrada en El Eternauta y a las lecturas que se han venido haciendo de esta obra capital de la historieta argentina. ¿Un clásico? Un clásico.
El tiempo, o las distintas nociones que puedan tenerse de él, es una herramienta narrativa que Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López ubicaron en el corazón de El Eternauta, la historieta que comenzaron a serializar en septiembre de 1957, con el lanzamiento de la revista Hora Cero Semanal. Juan Salvo, el protagonista que devendrá ese peregrino de la eternidad que será bautizado como El Eternauta por un filósofo del futuro, carga sobre sus hombros el paso (y el peso) del tiempo. Cuando se corporiza en la silla del por entonces anónimo guionista de historietas, que con el tiempo se asumirá como el propio Oesterheld, la peripecia particular de Juan Salvo es pasado. Sin embargo, para el guionista que escucha impávido las alternancias del relato, todo se refiere a su futuro. Más allá del juego de palabras y la tensión que logra articular la historieta, este manejo conceptual del tiempo eclosiona sobre el final, cuando protagonistas y lectores descubrimos que aquella pesadilla a la que hemos asistido por más de 300 páginas no ocurrió, sino que acontecerá dentro de cuatro años.
Esta vuelta de tuerca, además de cerrar circularmente la aventura con un pico dramático, termina de quebrar la lógica temporal y abre un paréntesis que permite avistar, como si del aleph borgeano se tratara, todo lo que pasó, todo lo que está pasando y todo lo que pasará, simultáneamente. Y en vez de expresarlo como un trauma irresuelto, Oesterheld y Solano López deciden mostrarlo como una oportunidad única, a la espera de ser utilizada. Esa bisagra entre lo que fue y lo que será, que no es otra cosa que el presente continuo, es el engranaje maestro de la arquitectura narrativa denominada El Eternauta. Desde ese espacio atemporal (vaya paradoja), los autores nos invitan a compartir algunas preguntas sin respuestas aparentes. O mejor aún, con varias respuestas posibles.
El lugar cobra especial interés gracias al disparador de la acción. Aventuras ambientadas en la Argentina habían existido desde siempre, pero una invasión alienígena implicaba una escala que, por ese entonces, sólo parecía viable en los Estados Unidos o en algunas zonas de Europa. Gran parte de esta falsa creencia instalada radicaba en el poderío de las construcciones simbólicas occidentales en el escenario bipolar de la Guerra Fría, donde lo extraño quedaba equiparado con lo peligroso y lo norteamericano con cierta reserva moral del mundo libre. Desde lo formal, uno de los mayores logros de la dupla Oesterheld- Solano López es haber sabido llevar adelante esta transferencia de paradigmas en medio de una historia ambiciosa, provocativa y transgresora como lo fue (lo es) El Eternauta.
Remitiendo a ajenos procesos políticos de largo alcance, como la carrera espacial y la paranoia radioactiva, la epopeya de Juan Salvo supo resolver las cuestiones de credibilidad e identificación local alcanzando un equilibrio tan delicado como inteligente en sus referencias internas. Cuando ninguna de las dos potencias existentes había logrado poner un satélite artificial en órbita (de hecho, faltaban doce años para que el Hombre pisara la Luna), Oesterheld y Solano López cautivaban multitudes al dirimir el destino de un argentino que viajaba por el espacio y el tiempo. Sin embargo, este detalle que dejaba abierta la puerta para ir a jugar con los imposibles de la fantasía, fue utilizado por los autores para enmarcar un retrato costumbrista destartalado por la irrupción violenta de la ciencia-ficción.
Desde sus primeras historietas, Bull Rockett y Sargento Kirk, Oesterheld venía subvirtiendo los moldes clásicos de la Aventura. Al escenario predominantemente norteamericano en que se desarrollaban las aventuras de Rockett y Kirk, Oesterheld lo vistió con una sensibilidad y una conciencia humanística inédita hasta el momento, enfocando situaciones y personajes desde una mirada argentina de las cosas y las posibilidades. Una escala de valores que representaba búsquedas existenciales diferentes a (y hasta encontradas con) las monopólicas, aquellas que terminarían erigiéndose en discursos únicos y totalitarios.
Este privilegio hacia la diversidad se profundizaría aún más con las crónicas bélicas de Ernie Pike, donde la Segunda Guerra Mundial se erige como telón de fondo ante la escenificación de las decisiones morales del Hombre en situaciones límites. El gesto heroico, al igual que la bajeza, deja de ser propiedad exclusiva de banderas y/o nacionalidades. La gama de grises cobra protagonismo en hechos pequeños y anecdóticos. La Historia se queda con el bronce y los manuales, la historieta con la trascendencia conceptual y el discurso popular.
Después de mover el eje desde donde contar los hechos, Oesterheld modificó el espacio territorial apto para el desarrollo de los mismos. En este proceso de descentralización, escogió asentar a la Aventura también en la Argentina, lugar al que ya había “viajado” en episodios puntuales de Alan y Crazy y Bull Rockett, por ejemplo. Cuatro meses antes de empezar la serialización de El Eternauta, Oesterheld y Solano López pusieron a rodar Rolo, el marciano adoptivo, una historieta donde la Ciudad de Buenos Aires era el lugar escogido para iniciar una invasión alienígena sobre el planeta Tierra. A causa de la inexperiencia en el manejo de los parámetros, Rolo no termina de cuajar y termina desvirtuando aquello que se proponía originalmente, aunque logre revalorizar ciertos espacios y costumbres locales a través del manejo del “héroe grupal”, esa metáfora que prioriza el valor de las relaciones horizontales y complementarias por sobre el verticalismo impuesto por el héroe paternalista e independiente. Esta transformación ideológica es la que convierte a El Eternauta (y a las otras creaciones de Oesterheld) en una historieta preeminentemente argentina. Porque muestra un quiebre con lo que se había hecho hasta el momento, instalando una nueva manera de representar los imaginarios universales. Más allá de la acción elegida para narrar, lo realmente importante ahora es la mirada con que se elija contarla.
Con este código ya establecido, Oesterheld y Solano López lograron que, de entidad, El Eternauta devenga identidad. Ayudó, por supuesto, que algunas escenas claves se corporizaran en escenarios reconocibles para el lector, como las barrancas de Belgrano, la avenida General Paz, el estadio futbolístico de River Plate, Plaza Italia y la línea D del subterráneo, las calles del centro y la Plaza de los dos Congresos. Pero lo sustancial estuvo siempre en los tópicos que se pusieron en discusión. La explotación de unos seres vivos para el exclusivo beneficio de otros, como impuesto sustento de un determinado orden político y social es, a priori, el gran tema que El Eternauta debate, denunciando claramente una herramienta de sometimiento: El enfrentamiento de oprimidos contra oprimidos (¿pobres contra pobres?).
Dosificando la información para obtener el máximo impacto emocional, Oesterheld y Solano López fueron desnudando la verdadera escala de la invasión mientras incorporaban mayores y novedosos costados fantásticos a la trama realista. A la nevada mortal, que de fenómeno natural sólo tenía la apariencia, pronto se le sumaron los Cascarudos y los Gurbos, especies ¿animales? del espacio exterior con su capacidad de decisión anulada tecnológicamente. Ambos eran abiertamente manipulados por los Manos, estilizados alienígenas pacíficos que también fueron forzados a batallar en contra de su voluntad, ya que habían sido dominados gracias al implante quirúrgico de una pavorosa “glándula del terror”, capaz de segregarles un veneno mortal en su torrente sanguíneo si se veían sometidos a un brusco desbalanceo emocional, como el que podría provocar el deseo de rebelarse ante lo instaurado por la fuerza.
Pero, ¿quién es el detentor último de esta fuerza? ¿El único (o máximo) beneficiario tras tanta catástrofe injustificada y tanta muerte injusta? ¿Este mal mayor, invisible y omnipresente? Los Ellos, especie de señores feudales galácticos, carecen en El Eternauta de representación física concreta. Más que un ser vivo específico, el verdadero enemigo a vencer es una idea, un concepto abstracto equiparable a la tiranía, a la crueldad, a la maldad, a la desigualdad planificada en laboratorios.
La desproporción entre las fuerzas en conflicto es la que hará eclosionar el leitmotiv de El Eternauta (y de gran parte de la obra oesterheldiana): La Resistencia. ¿Qué queda por hacer cuándo es imposible avanzar e inviable retroceder? Resistir contra el invasor. O resistir contra el ejercicio abusivo del poder, que viene a ser lo mismo. Cuando ya no importa si se gana o se pierde, lo único que prevalece es la dignidad con la cual se presente batalla.
La Argentina real de esos años estaba gobernada por el general Pedro Eugenio Aramburu, reemplazo del general Eduardo Lonardi, cabeza visible del Golpe de Estado que derrocó a Juan Domingo Perón en 1955. Ante el autoritarismo, la opción escogida por Oesterheld y Solano López buscaba configurar una cierta alianza de clases entre los sectores medios, los obreros, algunos militares y los intelectuales. Este frente guardaba relación con parte de las primeras propuestas del desarrollismo encabezado por Arturo Frondizi, que resultaría presidente electo en los comicios del 23 de febrero de 1958, con el peronismo proscripto. Como muchos en la época, los autores parecen haber visto en Frondizi una posibilidad de encauzar institucionalmente las demandas sociales existentes, y de allí surgirían los apoyos explícitos que el principio de El Eternauta brinda a las candidaturas del representante de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), expuestos en sendas pintadas que dicen “Vote Frondizi” ante el ojo entrenado del lector.
Durante los dos años que duró la serialización semanal de El Eternauta (su último episodio apareció publicado en el Hora Cero Semanal Nº 106, fechado el 9 de septiembre de 1959), Oesterhled y Solano López conceptualizaron simbólicamente la problemática nacional, poniendo en escena dos tensiones irresueltas que terminarían por estallar en el Golpe de Estado del 24 de marzo de 1976: La conformación de un modelo de país y los roles a cumplir por las Fuerzas Armadas y la clase trabajadora. Al comenzar la aventura de Juan Salvo, la Argentina salía de la Revolución Libertadora y todavía se creía posible una articulación política que incluyera al peronismo y a un sector de los militares del mismo lado, bajo control desarrollista. Pero no fue así. Con Frondizi en el poder, los sectores más recalcitrantemente antiperonistas del Ejército, desaprobaban el acercamiento entre el Presidente y Perón, mientras denunciaban una supuesta penetración comunista en la administración pública. Este enfrentamiento se tradujo en treinta “planteos” militares durante la gestión frondicista de cuatro años; y un fracasado intento de Golpe de Estado en junio de 1959.
El Ejército había ingresado a El Eternauta en enero de 1958, como primer encargado de encauzar la resistencia. Para agosto de 1958, después de haber tomado una serie inconcebible de medidas erróneas que llevaron a la tragedia de Plaza Italia, la milicia quedó completamente desacreditada para conducir cualquier proceso de cambio viable para las bases. La figura que cobró un protagonismo impensado, entonces, fue la del obrero Alberto Franco, principal capacitado para operar sobre la realidad circundante y transformar (aunque fuera momentáneamente) el balance entre sociedad y Estado.
Una vez definido el liderazgo, se hizo imprescindible señalar al enemigo. Y en una corta secuencia que fue de diciembre de 1958 a enero de 1959, Oesterheld y Solano López enquistan a la base alienígena de los Ellos en la Plaza de los dos Congresos, centro mismo de la representación física del poder popular. Contundente alegoría gráfica del modelo que marcará a sangre y fuego a la Argentina futura, donde el enemigo también estará dentro de las instituciones que dirán representar al pueblo.
El paso del tiempo (o de las acciones de alguno de los hombres que lo habitaron) resignificó algunos conceptos de El Eternauta, reposicionándolos en el imaginario colectivo actual. Para este 2017, el nivel de realización personal que ostentan los protagonistas en 1957 es un claro ejemplo de lo perdido, del retroceso llevado adelante sobre (y contra) el argentino medio. Juan Salvo, ¿un empresario mediano sin sobresaltos económicos?, Favalli, ¿un profesor universitario estatal dueño de un velero?, Polski, ¿un jubilado que fabrica violines por placer? Una base real que se creía sólida e inclaudicable transmutada en pura ciencia-ficción. También se instaló la nevada mortal como metáfora del país arrasado, entregado a los intereses externos y dominado por el invasor, así como los hombres-robots y las zonas liberadas como resonancias poéticas de algunas prácticas de aniquilamiento referidas al accionar de la última dictadura.
El ejemplo que más claro grafica la recodificación ejercida por la realidad instaurada en marzo de 1976 sobre la ficción generada en 1957, sin embargo, es la marcha del ejército de la resistencia frente a las instalaciones de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA). En los ’50, la misma funcionaba como un dato de color local que le agregaba mayor dramatismo a la sensación de realidad que construía la historieta. ¿Puede seguir leyéndosela de la misma manera, conociendo los hechos que acaecieron después, tanto a la Argentina como a Oesterheld?
¿Qué forja un clásico?, se interrogaron estas líneas al principio. Justamente eso. La capacidad de repensarse permanentemente, de cuestionar el tiempo ido y el presente. Su estatura de clásico se erige no por la calidad de sus respuestas, sino por la vigencia de sus preguntas.
No casualmente, Oesterheld y Solano López cerraron este primer Eternauta con un ¿Será posible? que aún resuena entre nosotros.
Fernando Ariel García
Bajo el título Tiempo y lugar, este texto se publicó por primera vez como prólogo de El Eternauta 1957-2007: 50 años, publicado por Doedytores en 2007. En abril de 2011, pasó a formar parte del cuerpo académico de la edición italiana de L'Eternauta, a cargo de 001 Edizioni.
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