lunes, 7 de mayo de 2012

ROAD-MOVIE POR LA CINTURA CÓSMICA DEL SUR

(Prólogo de El Peregrino de las Estrellas, tercera entrega de la Biblioteca MP de Novela Gráfica, editado por Doedytores en diciembre de 2008). Hay una escena en 1492. La conquista del paraíso, película de Ridley Scott sobre la llegada de Cristóbal Colón a América, que siempre me pareció una maravillosa fusión de síntesis y sintaxis. Síntesis, porque necesita poco, muy poco, para mostrar la excitación que corroía al Colón interpretado por Gerard Depardieu, al momento de hollar el suelo americano que él había confundido con las Indias. Y sintaxis, porque el verdadero alcance del discurso, el real sentido de esa trascendental oración escrita con imágenes en movimiento, se arma (o se completa) con la mirada contemporánea del espectador.
La escena es muy corta, sólo un par de minutos dentro de un extenso metraje que no vuelve a tocar esa altura conceptual. Y, la verdad, pone los pelos de punta. Sólo se muestran los pies (o las botas, mejor dicho) de Colón dejando su huella en la arena del archipiélago de las Bahamas, en cámara lenta. Y lo que uno ve, en realidad, son los pies (o las botas) de Neil Armstrong dejando su huella en la superficie de la Luna. Porque si de comparar se trata, qué mejor que equiparar el arribo al mal llamado “Nuevo Mundo” con la llegada a otro mundo.
Esa capacidad de maravillarse frente a lo absoluto de lo desconocido, a lo que indudablemente va a modificar de cuajo nuestra existencia, es la misma que plantean Carlos Trillo y Enrique Breccia en El Peregrino de las estrellas, una serie que quedó injustamente relegada en la apreciación colectiva, opacada por la brutal contundencia de Alvar Mayor, el otro gran trabajo conjunto que esta dupla autoral dio a conocer en las páginas de la revista Skorpio, durante las décadas del ’70 y ’80.
Si uno le hace caso al diccionario, el peregrino es, en una de sus acepciones, aquel que anda por tierras extrañas. Algo que este Peregrino de Trillo y Breccia cumple a rajatablas, aunque la tierra extraña sea, en principio, la inconmensurable vastedad del océano. Y un par de páginas más tarde, la extensión inabarcable del espacio exterior. Porque uno de los grandes méritos de El Peregrino de las estrellas reside en la justa fusión de la clásica literatura de aventuras marítimas, con el Moby Dick de Herman Melville cocinado al fuego trágico de Joseph Conrad (no casualmente, el protagonista principal de la historieta es el capitán Harris Conrad); y la literatura clásica de ciencia-ficción, donde el entorno alienígena funciona como metáfora de la propia alienación. Todo, además, narrado con ritmo de fábula, de alegoría moral sobre la condición humana.
En El Peregrino de las estrellas se hace fuerte aquella vieja máxima shakesperiana que establece que hay más cosas en el Cielo y en la Tierra de las que pueda soñar nuestra filosofía. O sea, que no hay grandes diferencias entre el afuera y el adentro, que ambos son reflejos mutuos del Hombre si es que tomamos al Hombre como medida de todas las cosas. Que los viajes son, ni más ni menos, ritos de pasaje hacia otros estadíos, máscaras que permiten mostrar el correlato externo de un relato interno. Género narrativo fundado con aquel largo regreso a Itaca que hizo de La Odisea una de las primeras road-movies de la civilización occidental.
Road-movie que, en el caso de El Peregrino de las estrellas, nos pasea por la golpeada cintura cósmica del Sur.
Fernando Ariel García

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