(Prólogo de El Peregrino de las Estrellas, tercera entrega de la Biblioteca MP de Novela Gráfica, editado por Doedytores en diciembre de 2008). Hay
una escena en 1492. La conquista del
paraíso, película de Ridley Scott sobre la llegada de Cristóbal Colón a
América, que siempre me pareció una maravillosa fusión de síntesis y sintaxis.
Síntesis, porque necesita poco, muy poco, para mostrar la excitación que
corroía al Colón interpretado por Gerard Depardieu, al momento de hollar el
suelo americano que él había confundido con las Indias. Y sintaxis, porque el
verdadero alcance del discurso, el real sentido de esa trascendental oración
escrita con imágenes en movimiento, se arma (o se completa) con la mirada
contemporánea del espectador.
La
escena es muy corta, sólo un par de minutos dentro de un extenso metraje que no
vuelve a tocar esa altura conceptual. Y, la verdad, pone los pelos de punta.
Sólo se muestran los pies (o las botas, mejor dicho) de Colón dejando su huella
en la arena del archipiélago de las Bahamas, en cámara lenta. Y lo que uno ve,
en realidad, son los pies (o las botas) de Neil Armstrong dejando su huella en
la superficie de la Luna. Porque si de comparar se trata, qué mejor que
equiparar el arribo al mal llamado “Nuevo Mundo” con la llegada a otro mundo.
Esa
capacidad de maravillarse frente a lo absoluto de lo desconocido, a lo que
indudablemente va a modificar de cuajo nuestra existencia, es la misma que
plantean Carlos Trillo y Enrique Breccia en El
Peregrino de las estrellas, una serie que quedó injustamente relegada en la
apreciación colectiva, opacada por la brutal contundencia de Alvar Mayor, el otro gran trabajo
conjunto que esta dupla autoral dio a conocer en las páginas de la revista Skorpio, durante las décadas del ’70 y
’80.
Si
uno le hace caso al diccionario, el peregrino es, en una de sus acepciones,
aquel que anda por tierras extrañas. Algo que este Peregrino de Trillo y
Breccia cumple a rajatablas, aunque la tierra extraña sea, en principio, la
inconmensurable vastedad del océano. Y un par de páginas más tarde, la
extensión inabarcable del espacio exterior. Porque uno de los grandes méritos
de El Peregrino de las estrellas
reside en la justa fusión de la clásica literatura de aventuras marítimas, con
el Moby Dick de Herman Melville
cocinado al fuego trágico de Joseph Conrad (no casualmente, el protagonista principal
de la historieta es el capitán Harris Conrad); y la literatura clásica de
ciencia-ficción, donde el entorno alienígena funciona como metáfora de la
propia alienación. Todo, además, narrado con ritmo de fábula, de alegoría moral
sobre la condición humana.
En
El Peregrino de las estrellas se hace
fuerte aquella vieja máxima shakesperiana que establece que hay más cosas en el
Cielo y en la Tierra de las que pueda soñar nuestra filosofía. O sea, que no
hay grandes diferencias entre el afuera y el adentro, que ambos son reflejos
mutuos del Hombre si es que tomamos al Hombre como medida de todas las cosas.
Que los viajes son, ni más ni menos, ritos de pasaje hacia otros estadíos,
máscaras que permiten mostrar el correlato externo de un relato interno. Género
narrativo fundado con aquel largo regreso a Itaca que hizo de La Odisea una de las primeras road-movies de la civilización
occidental.
Road-movie que, en el caso de El Peregrino de las estrellas, nos pasea por la golpeada cintura
cósmica del Sur.
Fernando Ariel García
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