Andalucía. Actual comunidad autónoma española que, durante el
siglo XVI, supo sacar el máximo provecho de su estratégica posición geográfica.
Nexo entre África y Europa, punto de unión entre el océano Atlántico y el mar
Mediterráneo, centro neurálgico para la colonización y el comercio del Nuevo
Mundo, eje político que atrajo y sedujo a diversas civilizaciones. Ya sea por
su superficie o por la textura de las relaciones internas y externas que ha ido
tejiendo, Andalucía ha sido entendida como un país en sí mismo. También por lo
complejo de su identidad, marcada por las fusiones y los enfrentamientos entre
las distintas realidades culturales y socioeconómicas que la habitan, fruto de
flujos migratorios ibéricos, celtas, fenicios, cartagineses, romanos y
musulmanes.
Es en este escenario, signado por la tensión religiosa entre católicos, judíos y musulmanes, que el Dago de Robin Wood y Carlos Gómez va a moverse como pez en el agua, desfaciendo entuertos con una facilidad pasmosa, apelando más al filo de la inteligencia que al de la espada. Testigo y partícipe voluntario de las aventuras, Dago terminará convirtiéndose en la herramienta empuñada por el Destino para alcanzar su efectivo cumplimiento. Caminante incansable de la condición humana, falible y (por lo tanto) perfectible, el Jenízaro Negro sabe entrar y salir de las conjuras palaciegas, porque a esta altura de los acontecimientos domina como nadie los dialectos del palacio y de la calle, ocupando alternadamente los roles complementarios del príncipe y el mendigo.
El escudo de Andalucía reproduce la imagen de un joven Hércules entre medio de dos leones. Y ese es el lugar metafórico del que Dago deberá correrse en las apretadas páginas de este álbum si es que quiere continuar respirando. Clásico folletín de capa y espada, la historieta (cinco episodios publicados originariamente en la revista italiana LancioStory) culminará transformándose en una fábula moral sobre el ejercicio del poder y la capacidad del hombre para corromperlo todo por culpa de la codicia. Juego de espejos donde el inocente y el culpable se dan la mano, en calles y tabernas, planeando venganzas y llorando amores frustrados, pagando deudas de honor y de sangre en este mundo de Montescos y Capuletos perdidos entre los pliegues de un eterno y vano enfrentamiento. La Política entendida como la ciencia capaz de capitalizar el desconocimiento de las masas hasta reconvertirlo en irracional odio hacia lo extranjero; distanciando la virtud del pecado como si ambos no fueran, en realidad, las dos caras de la misma moneda.
Desde que Dago dejara de publicarse regularmente en la Argentina hace ya mucho más tiempo del que quisiera acordarme, sólo he tenido oportunidad de acercarme a sus aventuras a los saltos, yendo atropelladamente de los cortos episodios serializados en LancioStory a las largas andanzas de su propio título mensual. Tal vez de allí me venga la sensación de inconsistencia interna que encuentro en la saga al comparar las experiencias de lectura. Todo lo que capitaliza el Dago de LancioStory al condensar las tramas y graduar su desarrollo, lo desaprovecha el Dago mensual en situaciones vacías y forzadas. La fina exploración psicológica del Dago de LancioStory termina desdibujada en la pose prepotente y superficial del Dago mensual. Y la diferencia, para mí, viene dada por una razón específica, que tiene nombre y apellido: Carlos Gómez. Suyo es el mejor Dago de todos, superior incluso al del creador gráfico de la serie, Alberto Salinas. Maestro del claroscuro y la expresión justa, Gómez suma al clasicismo de Salinas un moderno sentido de la dinámica narrativa, el punto exacto entre la puesta teatral y el detalle cinematográfico. El trazo perfecto para poner en valor la complementariedad de los hombres y las cosas.
De entre todos los Dagos, yo elijo este.
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