Por un momento, Efectos
colaterales (Side Effects, 2013) parece asumirse como un elegante ejercicio de
estilo sobre la depresión. En particular, sobre la incapacidad emocional de
Emily Taylor (Roonie Mara) para disfrutar de las cosas, para relacionarse con
todo lo bueno que le está pasando. Quizá porque no pueda sacarse de encima el
peso del sufrimiento pasado con (y por) su esposo, Martin (Channing Tatum),
recientemente salido de la cárcel, esforzado al máximo por retomar la vida que
habían venido llevando hasta el momento en que la Policía detuvo el tiempo al
ponerlo tras las rejas. Y todo da a entender que por ahí va la cosa, la
tristeza patológica, los cambios de humor, la falta de deseo, los problemas
laborales, el drama sin retorno aparente. Pero no, desde el principio la
película de Steven Soderbergh sabe más de lo que puede llegar a intuir el
espectador más avezado. Y la depresión es sólo una parte del todo.
Al rato, Efectos colaterales
parece asumirse como un descarnado retrato de la industria farmacéutica, de la
falta de ética que guía los pasos de la industria farmacéutica en esta cultura
capitalista interesada sólo en el rédito económico. De ahí que el norte de este
poderosos sector empresarial dedicado a la fabricación y comercialización de
productos químicos de circulación legal bajo receta, se haya trasladado desde la
atención de pacientes hacia la generación de nuevos consumidores. Y todo da a
entender que por ahí va la cosa, el marketing ilusorio de la felicidad mediante
la administración oral de píldoras, pastillas, cápsulas. Pero no, desde el principio la película de Steven Soderbergh sabe más de lo que puede llegar a intuir el espectador más avezado. Y la industria farmacéutica es sólo una parte
del todo.
Acumulando capas de sentidos,
Efectos colaterales parece asumirse como una feroz crítica a la deformada ética
profesional que, en este caso, los psiquiatras intentan disimular bajo capas y
capas de compromiso afectivo y médico con el paciente. Aunque sus palabras
pretendan demostrarlo, las acciones de Jonathan Banks (Jude Law) y Victoria Siebert
(Catherine Zeta-Jones) desmienten que su dedicación y esfuerzo vayan dirigidos
a la curación de aquellos que se ven atravesados por algún tipo de trastorno
mental. Lo que buscan, en realidad, es su crecimiento económico, su
posicionamiento dentro de la industria y dentro de la sociedad. Y todo da a
entender que por ahí va la cosa, por la utilización de drogas que no han sido testadas lo suficiente como para conocer qué tipo de efectos colaterales pueda
causar en las personas que lo consumen, porque lo único que importa son los
monetarios efectos primarios que causen en los profesionales que las receten y
en los laboratorios que las produzcan. Pero no, desde el principio la
película de Steven Soderbergh sabe más de lo que puede llegar a intuir el espectador
más avezado. Y la ética profesional es sólo una parte del todo.
El todo, por si a esta altura
alguien todavía no se enteró, es un atrapante thriller farmacológico en donde
nada es lo que parece. Una película que, como en el mejor de los hitchcocks,
hace de la manipulación su leitmotiv y su principal herramienta narrativa; de
la tensión psicológica, su lenguaje visual; y de las vueltas de tuerca
permanentes sus mayores aciertos argumentales. Esa alquimia que transforma una
sucesión de imágenes estáticas en vertiginoso cine, capaz de continuar
proyectándose una y otra vez en nuestras cabezas, después de abandonar la sala
a oscuras, ganar la calle y perdernos entre los pliegues del mundo real.
Manipulados por y manipuladores de.
Fernando Ariel García
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