Che. Vida de Ernesto Che Guevara. Guionista: Héctor Germán Oesterheld. Dibujantes: Alberto Breccia, Enrique Breccia. Portada: Enrique Breccia. 96 páginas en blanco y negro. Doedytores. ISBN: 978-987-9085-36-3. Argentina, junio de 2008.
(Este texto se publicó originalmente como prólogo de Che. Vida de Ernesto Che Guevara) ¿Cuál es el verdadero Che Guevara? ¿El que nació el 14 de junio de 1928 en Rosario? ¿El que aprendió a sobreponerse del asma leyendo y releyendo novelas de aventuras, cual Quijote cordobés? ¿El que recorrió el noroeste argentino para conocer de cerca el hambre y la pobreza? ¿El que se dio un baño de Sudamérica profunda viajando en moto? ¿El que soñó revoluciones junto con Fidel Castro, café va y habano viene, en las largas noches mexicanas del Café La Habana? ¿El que subió al Granma y bajó en la Sierra Maestra? ¿El que entró en La Habana triunfante de Revolución o el que dejó Cuba, con identidad falsa? ¿El que le reclamó a la Unión Soviética su apoyo a las luchas revolucionarias del Tercer Mundo? ¿El que partió a Bolivia prácticamente solo? ¿El que empezó a nacer en La Higuera, el 9 de octubre de 1967, libre ya de las ataduras que impone la carne? Demasiadas personas para un único cuerpo. Demasiado peso sobre esos hombros cargados de solidaridad para con sus semejantes. Quizás por eso el Che se quemó tan rápido. Para no ser absuelto por la historia, porque lo suyo era algo más grande que el Hombre y que la Historia. Ser y estar; y no sólo perdurar.
¿Y cuál es el sentido del Che? Porque una vida así no pasa por este mundo sin marcar territorio ni dejar huella. ¿Es el Che la Revolución como un estadío permanente y superador de la condición humana? ¿El surco hondo sobre la tierra que nos permitirá, algún día, germinar y florecer? ¿El ejemplo palpable de que otro mundo es posible? ¿De que otro Hombre es posible, sobre todo porque el Che ya fue ese Hombre Nuevo que escribió con sus actos y describió en su prosa? ¿Debe terminar en una consigna inocua, pegada en las paredes de cuartos adolescentes? ¿Una imagen travestida que nos marca los límites que el sistema tolera para garantizar su cíclica reproducción? ¿Puede ser el Che ese icono pop que Renault canibalizó en 2008 para vender su descapotable a aquellos estudiantes que supieron llevarlo como estandarte durante el mayo parisino del '68? ¿Acaso vivió y murió para ser un tatuaje en el brazo de Maradona? Y lo que es peor, aquellos que copian el tatuaje, ¿lo hacen para parecerse al Che o para parecerse al Diego?
Hoy, a 50 años del asesinato del Che, el mayor capital simbólico de Ernesto Guevara de la Serna es también su talón de Aquiles. La universalidad de este argentino que se animó a ser fiel a sus ideales hasta las últimas consecuencias, es un valor apropiado tanto por el opresor como por el oprimido. Símbolo de un ideal íntegro y prácticamente inalcanzable, el Che es un mito. Eterno, como todos los mitos, pero también (y sobre todo) moderno y contemporáneo. O sea, maleable objeto de consumo, idiotizado por la repetición masiva que terminó por inutilizarlo, separando la forma del contenido, exhibiendo la paja y ocultando el trigo.
Pero antes de ser mito, el Che fue hombre. Y esa transición es justo lo que refleja esta historieta recuperada en todo su esplendor por Doedytores. Nacida cuando el Che estaba recién muerto, Vida del Che llegó a los kioscos argentinos en enero de 1968. Atrás quedaban un mes y medio de intensa labor por parte de Alberto Breccia y Enrique Breccia, los dibujantes escogidos por Héctor Germán Oesterheld para poner en viñetas las acciones y los pensamientos de Guevara. Es sabido que los Breccia no lo vivieron como un acto de militancia política, pero en esos momentos en que la CIA hacía desaparecer el cuerpo de Guevara (que sería encontrado y desenterrado recién en 1997), tomar una figura de la dimensión política del Che y hacerla circular entre la población era un acto de naturaleza revolucionaria.
En primera instancia, Vida del Che iba a contar con dos historietas separadas, una dibujada por Alberto Breccia y otra por Enrique Breccia. Los guiones de Oesterheld mostraban claramente las dos facetas del Che, la del hombre (Alberto) y la del mito revolucionario (Enrique). Y lo hacía desde la propia estructura discursiva, escogiendo un narrador en tercera persona para los años formacionales que comenzaban en Rosario y se detenían en El Congo, tras pasar por la Sierra Maestra; y abrazando la primera persona para el fatal destino boliviano y su salto sin red a la eternidad. Un texto mucho más moroso y cargado de detalles en la primera instancia, que dejaba paso al libre fluir de la conciencia del Che, en el último tramo. Un recurso creativo que le permitía ir metiendo al lector en la piel y las tripas de Guevara, yendo de la razón al sentimiento, del dicho al hecho. La pasión según el Che, apelando a la clásica metáfora cristiana de sacrificio personal en pos del bienestar general. O el paso del hombre al Hombre Nuevo.
Esta transformación quedaba en notoria evidencia ante los registros gráficos escogidos por cada Breccia. Alberto, ejerciendo un estilo documental de ribetes periodísticos, realista y algo distante, se luce en la tarea de transmitir datos y organizar la información necesaria para saber de qué se está hablando. A años luz de su padre, Enrique, en su primer trabajo historietístico profesional (aunque suene como algo increíble después de ver sus páginas), explota un nervio pictórico previamente inexplorado, emparentado con la tradición social del muralismo mexicano y el arte como expresión política de los pueblos. Es la sublimación de la subjetividad humana, del debate interno ante las decisiones a tomar. Las formas descoyuntadas de la desesperación, la sublevación ante la miseria naturalizada. Más que la praxis de una doctrina revolucionaria, la Revolución como filosofía de vida que conduce a la dignidad del hombre. El triunfo irreversible de la voluntad sobre la materia.
Así como estaba, la Vida del Che servía para abrir los ojos del mundo ante los ojos abiertos del Che muerto, cerrando un ciclo y abriendo la lucha hacia nuevas postas, fogonenado el levantamiento ante las injusticias. Sin embargo, una decisión editorial de (aparente) último momento, terminaría dándole una vuelta de tuerca originariamente impensada. Al ver los originales, el editor Jorge Álvarez resolvió intercalar ambas historietas, articulando los registros en una espiral que, como el Che, rompía el tiempo y trascendía geografías ideológicas. El Che como arma, como herramienta, como un faro que nunca se apaga, recomenzando eternamente, sin principio ni final. El Che, en sí mismo, como mensaje. Como verbo para conjugar una sociedad nueva.
En su raíz germánica, Ernesto quiere decir “El que lucha para vencer”. No sé si el Che estaba al tanto de ello. No sé si los Breccia estaban al tanto de ello. Y no sé si Oesterheld estaba al tanto de ello, aunque quiero presuponer que su ascendencia alemana le permitió jugar con cierta ventaja este partido. Hacer de cuenta que la vida le tiró ese centro al pecho para que se luzca clavando un golazo. El gol de la descarga y la recompensa, el que sabe a gloria porque libera la garganta de ese yugo de siglos de atraso y dependencia. El gol que nos robó un referí comprado, en una canchita de La Higuera donde no doblan ni la pelota ni las balas. El gol ahogado que nos dejó, literalmente, en bolas y a los gritos, mirando un póster vacío que mira a la nada.
Fernando Ariel García
Fernando Ariel García
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