El Emperador de París. Director: Jean-François Richet. Protagonistas: Vincent Cassel, Olga Kurylenko, Freya Mavor, August Diehl, Denis Ménochet, Fabrice Luchini, Denis Lavant, William Sciortino y Patrick Chesnais, entre otros. Guión: Éric Besnard y Jean-François Richet. Mandarin Films / Gaumont / France 2 Cinéma / France 3 Cinéma / BNP Paribas Pictures / Scope Pictures / CN6 Productions / Actes Proletariens / 120 Films / Canal+ / Ciné+ / France Télévisions / Entourage Pictures. Francia, 2018. Estreno en la Argentina: 20 de junio de 2019.
Drama histórico que juega con el policial de enigma. Policial de enigma que juega con el drama histórico. El Emperador de París (L’Empereur de Paris) es las dos cosas, de manera simultánea e interdependiente. Y también es un gran relato iniciático con algunos chispazos de humor y romance, una notable muestra de cómo hacer una aventura majestuosa, grandilocuente, casi superheroica, sin ceñirse al canon narrativo norteamericano, trabajando con (y desde) la tradición francesa del policial negro (que allá conocen como polar), atendiendo las convenientes relaciones entre el crimen y la política, el poder y la Justicia, la obsesión individual y el orden social.
Eugène-François Vidocq (1775-1857), el personaje que luce (y se luce) con el físico y la (pre)potencia gestual del siempre enorme Vincent Cassel, existió en la realidad. Cuánto de verdad hay en esta película de Jean-François Richet, es un enigma que el metraje dejará sin resolver. Principalmente, porque decide abordarlo desde el mito, un registro mucho más interesante, dinámico y contradictorio que el documental academicista. El Vidocq de El Emperador de París es el Vidocq que inspiró a Victor Hugo los dos personajes principales de Los miserables, a Edgar Allan Poe su Auguste Dupin; y a Arthur Conan Doyle su Sherlock Holmes. Pergaminos que hacen de este delincuente devenido policía una figura indefinible, arrebatada, impredecible, seductora, salvaje, violenta y (a su manera) justa y noble.
La película muestra, detalladamente, su ascenso al podio de los mitos. Empardando su figura a la de Napoleón Bonaparte, que en ese 1805 acaba de ser proclamado Emperador. Y mientras el militar y estadista corso va dejando su huella sobre la Francia y la identidad francesa, Vidocq hará lo propio sobre los bajos fondos parisinos, trazando una clara línea moral entre el bien y el mal; y una difusa frontera entre el delito y la ley. Delimitadas siempre por el honor personal y el valor de la palabra dada (y tomada). Cerrando un ciclo de redención obligada, más por las deudas de su conciencia que por su voluntad de dedicarse al prójimo.
Aunque no necesite del impacto visual para convertirse en un gran film, El Emperador de París tiene una carga estética imposible de obviar, que remite a la obra pictórica de Jacques Louis David, pintor que definió el estilo de la Revolución Francesa antes de convertirse en el retratista oficial del propio Napoleón. Una especie de realismo propagandístico, exagerado en su oferta de significantes simbólicos, ideal (e idealizado) a la hora de marcar los contrastes brutales entre el palacio y la calle, la ostentación y la carencia. Faraónico al mirar el desarrollo urbanístico de la futura Ciudad Luz, microscópico al poner en valor los pequeños detalles de usos y costumbres condenados a la oscuridad del oprobio más íntimo. Cálido y envolvente, clavado en ese medio tono mortecino que le sirve para definir la duda existencial que atraviesa a Vidocq. E interpela a la humanidad toda.
Fernando Ariel García
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