Puede
respirar bajo el agua y nadar más rápido que un delfín, pero no
sabe quién es ni de dónde viene. Con su mezcla de ciencia, fantasía
y ecología, se presentó en 1977 como una exitosa rara avis
televisiva. Un año después, había dilapidado su capital con
premisas infantiles y conceptos bizarros. Transformada en objeto de
culto por fanáticos de todo el mundo, espera que su protagonista,
Patrick Duffy, revele los secretos que sólo él conoce sobre El
Hombre de la Atlántida.
Un
hombre de malla amarilla. Aparentemente normal, pero superfuerte,
capaz de respirar bajo el agua y nadar a gran velocidad. Tiene
amnesia y todo parece confirmar que es el último sobreviviente de
una raza mítica y primigenia. Mientras intenta confirmar su pasado,
colaborará con un equipo oceanográfico de científicos que trabaja
para el Gobierno de los EE.UU. Juntos, salvarán al mundo de
invasiones alienígenas y colapsos ecológicos; enfrentarán sirenas
hipnotizantes e hipocampos humanoides de dos cabezas; y viajarán en
el tiempo para garantizarle un final feliz a Romeo y Julieta. Con
cuatro telefilms y una temporada de 13 episodios, El
Hombre de la Atlántida
dio a conocer a Patrick Duffy y dejó huella en la ficción catódica
de los últimos años ’70, antes de hundirse por el peso de la
ciencia aplicada sobre una bizarría insalvable.
Frente
al mar
Noche.
Playa. Boca abajo, recostado sobre la arena, un hombre yace a merced
de las olas que rompen tranquilamente sobre su espalda. Parece
muerto. Y cada vez que empieza a caminar hacia el desconocido,
Herbert Franklin Solow se despierta, algo agitado y bastante
transpirado, en su habitación de New York. Según las palabras de
quien llegaría a ser uno de los productores televisivos más
importante de los EE.UU., este sueño recurrente lo persiguió hasta
que dejó la Gran Manzana para asentarse en Los Ángeles. Arrancaba
1960 y había sido contratado por la cadena CBS como director general
de su programación matutina. Un año después, llevaba adelante las
mismas tareas para la NBC. Hasta que en 1964, Lucille Ball le pidió
una entrevista.
“Me
dijo que yo era el hombre que necesitaba para salvar Desilu, su
productora independiente, que estaba atravesando el peor momento
creativo y financiero de la historia”, contó Solow. Es que después
del divorcio de Desi Arnaz y Lucille Ball, el imperio televisivo
montado sobre el éxito de Yo
quiero a Lucy
amenazaba con hundirse bajo las aguas. Solow hizo lo suyo; y lo hizo
muy bien. Llevó las riendas de las tres series que reposicionaron a
la compañía: Viaje
a las estrellas
(1966), Misión:
Imposible
(1966) y Mannix
(1967). Agrandado, le propuso a Lucille Ball un programa de ciencia
ficción con un hombre que aparecía desmayado en la playa, después
de haber sido arrojado por el mar. No había registro de su persona
en ninguna parte; y como tenía amnesia, debía averiguar quién era
y de dónde venía. “Le pareció una buena idea a la que le faltaba
una vuelta de tuerca -recordó Solow-. Me aconsejó que no la apure,
que la espere”.
La
revelación llegó a principios de 1975, con Solow ejerciendo la
vicepresidencia del área televisiva de Metro-Goldwyn-Mayer. De
vacaciones, frente al mar, leyendo los Diálogos
de Platón, encontró el concepto que destrabó todo: La Atlántida.
“Lo supe en ese instante -aseguró-. El hombre amnésico de la
playa era el último sobreviviente de la Atlántida. Sólo tenía que
encontrarle una buena historia”. Le encargó ese trabajo a Mayo
Simon, guionista cinematográfico al que admiraba por su trabajo en
el film Marooned
(1969), hábil e inteligente fusión de preceptos fantásticos y
conceptos científicos. Simon definió al protagonista como un
humanoide con características de delfín, lo dotó de superfuerza y
supervelocidad para nadar. Y puso al atlante bajo el cuidado de la
Fundación para la Investigación Oceánica, organización que
trabajaba para el Gobierno de los EE.UU. mientras jugaba a ser
Jacques Cousteau.
Emocionado,
Solow se juntó con sus viejos amigos de la NBC. Logró interesarlos
en el proyecto. No tanto cómo le hubiera gustado, pero a falta de
serie le pareció buen trato una tanda de cuatro películas para TV.
Tanta fe le tenía a su sueño, que decidió fundar su propia
compañía para producirlo: Solow Production Company. Ahora le
faltaba encontrar a su hombre de la Atlántida.
Buceo
budista
Arquitecto
o cirujano veterinario. De chico, Patrick Duffy soñaba con abrazar
esas profesiones. Nacido en 1949 en el pueblo de Townsend, condado de
Montana, creció interesado en el deporte y la actividad física.
Hasta que descubrió el teatro. Estudiando y trabajando para la
Compañía Teatral de Washington conoció a su futura esposa, la
bailarina Caryln Rosser, que le enseñó la importancia del
movimiento fluido de los cuerpos por el espacio. Después de pasar
por los escenarios del off-Broadway y perfeccionarse en el arte del
mimo en Seattle, la pareja de recién casados decidió afincarse en
Los Ángeles. Duffy obtuvo sus primeros roles en teatro, cine y,
sobre todo, publicidad. Cuando su agente le consiguió un lugar en el
casting para la nueva película de Solow Production Company, fue
confiando que conseguiría un papel. No quedó.
Al
borde del pánico, Solow seguía sin protagonista. Hasta que el
director del casting le sugirió echar una segunda mirada a Duffy,
que tenía el phisique
du role
que estaban buscando. “Lo que me convenció no fue su prestancia
física, que era perfecta, sino dos datos que estaban perdidos en su
CV: Un master en buceo y su práctica budista. Eran los ingredientes
que estaba buscando para mostrar al personaje en acción, nadando
bajo el mar”. Sumergido en el tanque, Duffy sacó provecho de las
clases de mimo y las lecciones de su esposa. Nadó con los brazos a
los costados, ondulando el cuerpo para avanzar. Solow respiró
aliviado, ya podían empezar a filmar.
El
Hombre de la Atlántida
(Man
from Atlantis)
se estrenó en NBC la noche del 4 de marzo de 1977. Después de una
violenta tormenta marina, aparece
en la playa el cuerpo inerte de un joven. Alguien poco común, como
descubrirá la
doctora Elizabeth Merrill (interpretada por Belinda Montgomery), ya
que tenía superfuerza, podía respirar bajo el agua, nadar más
rápido que un delfín y soportar la extrema presión del fondo del
océano. Sin saber quién era ni de dónde venía, el extraño fue
bautizado como Mark Harris. “Se veía como un hombre común y
corriente -declaró Duffy-, pero tenía diferencias muy importantes:
Branquias en lugar de pulmones, manos y pies con una membrana
especial entre los dedos; y ojos hipersensitivos a la luz.
Claramente, venía de otro hábitat”. La Atlántida, según la
especulación sostenida por Merill y el resto de los referentes de la
Fundación para la Investigación Oceánica: el director C.W.
Crawford Jr. (Alan Fudge) y los tripulantes del avanzadísimo
submarino Cetáceo.
En
el debut, Mark Harris encontró a quien sería su archienemigo
definitivo (y único): el Sr. Schubert, a cargo de Victor Buono,
actor todoterreno al que suele recordarse como el Rey Tut del Batman
de Adam West. Megalómano algo naif, Schubert quería destruir el
mundo de la superficie con armas atómicas, para implantar su
submarina utopía totalitaria. “Un loco grande con alma de niño
-lo definió Buono-. Entre tropelía y tropelía, se entretenía
tocando en su cello los cuartetos de Schubert. Ese humor sardónico e
infantil es una de las cosas que más me gustó del programa”.
Sobre el final, buscando adaptarse a su nueva situación, el hombre
de la Atlántida decidió quedarse en tierra firme, ofreciendo su
ayuda a la Dra. Merrill mientras intentaba descubrir su verdadero
origen.
La
primera película entró en el top ten del encendido del día. La
segunda y la tercera, The
Death Scouts
y Killer
Spores,
se clavaron en el quinto lugar entre los elegidos del 7 y el 17 de
mayo, gracias al interés que despertó la aparición en la trama de
vida alienígena inteligente, con cierta ínfula invasora y la
necesidad de probar si el Hombre de la Atlántida era (o no) un
extraterrestre infiltrado en el Gobierno más poderoso del planeta.
El 20 de junio, The
Disappearences,
último telefilm pautado, trepó al primer puesto del rating, dejando
la mesa servida para una nueva ronda. En base a los números
obtenidos, NBC dio luz verde a la serie semanal de Mark Harris.
Contento como nunca antes, Solow no se dio cuenta de que estaba a
punto de encallar.
A
pique
Encerrado
en su productora, Solow enfrentó su mayor desafío: Llevar a buen
puerto los trece episodios pautados para la primera temporada,
contando con el mismo presupuesto que había ocupado para hacer
cuatro películas. Algo difícil de lograr, sobre todo con un
producto técnicamente complejo y económicamente honeroso, por la
cantidad de tomas que debían realizarse bajo agua, en los tanques y
piletas del estudio; y también en los exteriores de California. Sin
dinero para grandilocuentes efectos especiales, las historias se
empezaron a llenar con trajes de goma que simulaban ser criaturas
míticas, hipocampos humanoides de dos cabezas, sirenas de canto hipnótico, duendes
traviesos y medusas gigantes, mucho más tiernos que peligrosos.
Semana
tras semana, el mundo se vio amenazado por los planes estrambóticos
y payasescos del Sr. Schubert, alienígenas malintencionados, robots
soporíferos, sustancias químicas varias y la intentona de derretir
el hielo de los polos con un par de hornos de microondas. Según
Duffy, “los guiones confundieron lo bizarro con lo tonto. Hicimos
dos capítulos con viajes al pasado. Uno al lejano oeste, donde
encontraba a mi doble humano. Y otro a la Verona de Shakespeare, para
darle un final feliz al romance de Romeo y Julieta”. Desde el día
de su estreno, el 22 de septiembre de 1977, El
Hombre de la Atlántida
no dejó de caer en las mediciones. El primero en abandonar el barco
fue el propio Duffy, que apuró sus jornadas de rodaje para ponerse
el traje del joven Bobby Ewing en el megabombazo de Dallas.
Le siguió Belinda Montgomery, que renegoció su contrato para
salirse de la serie antes del naufragio. Su reemplazo, Lisa Blake
Richards, sólo interpretó a la Dra. Jenny Reynolds en un episodio,
antes de darse a la fuga. El último capítulo, emitido el 6 de junio
de 1978, no tuvo protagonistas femeninos ni secuencias subacuáticas.
Como la mítica Atlántida, el programa se había hundido hasta
descansar en el fondo de la programación.
Las
repeticiones terminaron dándole una nueva oportunidad, pasando a
engrosar la lista de clásicos de culto semisuperheroicos de la
década. Con buena aceptación del público, el programa conquistó
la Argentina, Brasil, Portugal, Alemania, Francia, España, Italia,
Reino Unido, Israel y Noruega. Tuvo muy buen rendimiento en Turquía,
Sudáfrica y Kuwait, e hizo saltar la banca en la República Popular
China, siendo la primera serie estadounidense en llegar al mercado
oriental, en 1980. A pesar de que lo tentaron para que vuelva a
calzarse la malla amarilla, Duffy nunca volvió a bañarse en esas
aguas audiovisuales. Sólo regresó al personaje en 2016, al firmar
la novela Man
from Atlantis,
revelando por vez primera el pasado que la TV siempre dejó en las
sombras. “Tuve la idea de este libro cuando filmamos el capítulo
piloto -explicó-. Como no aparecía mencionado por ningún lado,
inventé en mi mente de dónde venía, quiénes eran su madre y su
padre; cuál fue su único y verdadero amor. Me lo inventé todo. Sé
qué está haciendo ahora, en dónde está viviendo y cuál es el
camino que lo llevará a su casa. Podría escribir una trilogía”.
No pudo ser. La novela estuvo lejos de ser un best-seller y todavía
se la puede encontrar en las mesas de saldo de los EE.UU. Hasta hoy,
al menos, Duffy es el único humano que conoce la verdadera historia
del Hombre de la Atlántida. Y no parece estar interesado en
contarla.