Cuatro anónimas personas alrededor
de la anodina barra de un bar cualquiera, una noche cualquiera, en una esquina
cualquiera, que pone en evidencia la taciturna vacuidad del momento. Del
momento presente, del que pasó y del que está por llegar. La mortecina luz del
local lo recubre todo (y a todos) con una mortaja melancólica y desolada, de la
que parece no haber escape. Instante eterno, detenido en el tiempo aunque el
tiempo siga transcurriendo como un bucle redireccionado, inmisericorde. Eso es
Nighthawks, una de las pinturas más sobrecogedoras (y reconocidas) de la
plástica estadounidense, lienzo en el que Edward Hopper supo plasmar el
desánimo de una generación atenazada por las preocupaciones existenciales del
ser. La Gran Ciudad como motor de las soledades particulares, seguidilla de
pequeños fracasos, continuos descontentos, sueños rotos y esperanzas perdidas
que, inevitablemente, han de terminar en una gran caída, sorda, sin ruido,
invisible para la marea humana que va y viene, indolente del otro.
Saquemos a los habitantes del cuadro y pongamos en su lugar a los personajes clásicos del cine
de terror y aventuras (el cazavampiros Van Helsing, la Momia, el Vampiro, el Hombre Lobo,
el Hombre Invisible, Frankenstein, el superheroico Masked Avenger, algún mago
con poca cordura y un hombre con dos cabezas), pero fijémoslos en la retina y
el corazón con los rostros, mañas y actitudes de los actores que los encarnaron
(dentro y, algunos, fuera de la pantalla) en un cine barato y rápido, filmado
en blanco y negro, con más talento que recursos, con más personalidad que
guión. Hagamos de cuenta que los parroquianos acodados en la barra son el fruto
del cruce cruel, tan despiadado como cariñoso, que la industria hollywoodense
hizo de Bela Lugosi con Drácula, de Johnny Weissmuller con Tarzán, borrándoles
el límite entre la fantasía y la realidad antes de tirarlos al tacho de basura.
Y, por último, reemplacemos el registro dramático de Hopper por uno cómico,
cercano al slapstick, ese humor físico de situaciones forzadas hasta el límite
de lo absurdo, lo bizarro y lo ridículo. El resultado, se me antoja, será algo
muy parecido a lo que Nicolas Mahler alcanza en esta preciosa joya intimista
que se llama Van Helsing’s Night Off.
La mirada del
austríaco Mahler abreva en Chaplin y Los Simpsons, en Edward Gorey y el
espíritu anárquico de los viejos cartoons de la Warner, sacando la máxima
expresividad del trazo simple, mostrando lo esencial a través de lo despojado.
En esta serie de historietas mudas, mínimas, publicadas originalmente en la
revista Lapin (vitrina de la editorial francesa L’Association), los arquetipos
clásicos del cine de terror se nos aparecen en situaciones de una cotidianeidad
insignificante, chata, llena de tiempos muertos, rayana en el aburrimiento. Estragados
por la neurosis citadina y el peso de la fama perdida, imposibilitados de
responder a la expectativa que supieron generar sus mitos, los personajes ya no
están ni a la altura de sus conmovedores deseos de perdurabilidad. Dioses rebajados
a la categoría de humanos, han sido abandonados hasta por el olvido.
Maestro en el manejo de la
ironía, Mahler hace explotar a sus criaturas con la verdadera humanidad que
esconden tras la azarosa naturaleza monstruosa que les ha tocado en suerte. Hay
mucho cariño en el abordaje de esta agridulce vida de descarte, que los
aprisiona con la reiterada monotonía laboral, la rutina marital, la infidelidad
programada, las estoicas citas románticas que no llegan a nada, los respiros en
la recurrente barra de un bar cualquiera, una noche cualquiera, en una esquina
cualquiera. Aquí es donde toma cuerpo la falta de pasión, el desgano moral, la
carga ética que se atraganta en el albur de esa poesía desasosegada que busca
(y encuentra) la risa cómplice, el guiño de pertenencia.
Puede ser que los FX 3D ultratecnológicos
hayan sobrepasado y atropellado a esta filosofía que respiraban las películas
de los ’30, de los ’40, de los ’50; poniendo en evidencia el patetismo de sus
trajes de goma, de sus fondos pintados, de sus escenografías de cartón piedra.
Por suerte, Mahler sigue apostando al alma que no pudo cooptar ningún cambio de
paradigma visual. Aunque los suyos sean personajes fracasados que se
empeñan en seguir fracasando, son hermosos perdedores que sólo reclaman de
nosotros un poco de afecto, algo de respeto. Y si es cierto que la
belleza está en los ojos del que mira, entonces el monstruo sólo existe en el
reflejo que nos devuelve el espejo.
Fernando Ariel García
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